Es dificil hallar hoy en día artículos que pretender ser intelectualmente neutros en sus tesis y que procuren generar una comprensión algo mas exacta de la controversia entre ciéncia y sociedad.
Noam Chomsky suele criticar a los intelectuales postmodernos de  nuestra época,  porque han abandonado el espíritu de la Ilustración y no  creen en el valor  objetivo del conocimiento científico; y los  contrapone a los intelectuales de la  izquierda tradicional, que  “procuraban compensar el carácter clasista de las  instituciones  culturales mediante programas educativos para los trabajadores, o   escribiendo libros de gran éxito sobre matemáticas, física y otros temas   científicos dirigidos al gran público”. Recientemente, Alan Sokal ha  recuperado  estas críticas de Chomsky en un brillante alegato de  izquierdas en favor de la  racionalidad.
De hecho, nos estamos acostumbrado a ver la ciencia y la  tecnología  como parte del sistema social y económico y a meter en el mismo saco   las injusticias del sistema capitalista, el expolio de recursos  naturales y el  calentamiento global junto con el conocimiento  científico, el desarrollo  tecnológico y el imperativo económico de la  innovación. Así que cada vez parece  más natural la idea –completamente  ajena, en realidad, a la tradición de la  izquierda– de que la ciencia y  la innovación son asuntos de los que ya se ocupan  los guardianes del  sistema y a los que no merece la pena que preste más atención  el  pensamiento progresista.
Craso error. La ciencia sigue siendo uno de los  pocos productos de la  civilización que lleva en su propia estructura el germen  de la  emancipación. Es cierto que el conocimiento científico puede servir a la   guerra y al capitalismo depredador. Pero también sirve para combatir  la  enfermedad y la pobreza, la desigualdad y la opresión. Además el  conocimiento  científico no conoce fronteras, sólo sobrevive en medios  culturales estimulantes  y abiertos y tiene vocación de difusión  universal. Aunque sólo fuera por eso, la  ciencia debe seguir siendo una  parte esencial del patrimonio de la izquierda.
Pero hay algo más. La ciencia y la tecnología no crecen y se desarrollan   solas. Cada paso en una u otra dirección se da porque alguien ha  tomado  decisiones para orientar el proceso de acuerdo con intereses  particulares o  públicos, ocultos o transparentes, egoístas o  solidarios. La discusión de la  nueva Ley de la Ciencia puede ser una  buena ocasión para poner a prueba el  compromiso de la izquierda de  nuestro país en este campo. Para empezar, el  Gobierno haría bien en  abrir el debate sobre el futuro de la ciencia y la  innovación a un  público amplio, interesado e informado.
MIGUEL Á. Q. F.
Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia
 
