Efecto invernadero y lluvia ácida, un  cóctel al que se une el enfriamiento que provocan las grandes erupciones  como la del Laki, el Tambora y el Pinatubo, cuyos efectos persistieron  cinco años
La naturaleza no entiende de números; de ahí que los  expertos vulcanólogos de medio planeta hayan insistido en que no se  puede pronosticar cuándo cesará definitivamente la actividad del volcán  bajo el glaciar Eyjafjallajökull (Islandia) que, como las cenizas,  aparentemente está remitiendo. Aunque aún resulta demasiado pronto para  predecir cuáles serán las consecuencias, algunos efectos son más que  previsibles, tal y como la historia geológica demuestra. La emisión de  gases y partículas de los volcanes puede provocar no sólo que se  «apaguen» las luces, sino que las zonas más próximas sufran los efectos  de la lluvia ácida, se modifique la incidencia de la radiación solar y  por ende que las temperaturas varíen de forma vertiginosa, congelando  los termómetros en verano. Aunque éste no sea el caso. 
«Islandia es el territorio con más volcanes activos por metro cuadrado;  20 de los más de 200 que tiene están activos. El que ha entrado en  erupción ha echado ya entre 70 y 80 millones de metros cúbicos de un  oscuro y denso magma al tratarse principalmente de basaltos, y la nube  negra generada ha emitido a la atmósfera piroclastos (lapillis y  cenizas) y gases, principalmente compuestos de azufre, cloro, flúor y  dióxido de carbono», detalla José Luis Barrera, el vulcanólogo y  vicepresidente del Colegio Oficial de Geólogos. Una emisión de gases  contaminantes que, junto con las cenizas, dibujaron una nube oscura que  provocó que «la zona inmediata al volcán quedara oscurecida  parcialmente», añade. 
En concreto, «el volcán emite unas 15.000 toneladas de CO2 por día,  mucho menos por cierto que los aviones», afirma Barrera. Aunque podría  haber emitido más, ya que «la estimación realizada sobre la masa de  dióxido de azufre (SO2) mediante el uso de instrumentos acoplados en  satélites el pasado 15 de abril arroja una cantidad de 3.000 a 4.000  toneladas al día, por lo que si asumimos una relación másica CO2/SO2  características de gases magmáticos como la del volcán Etna, la emisión  de CO2 se elevaría», explica Nemesio Pérez, director de la División de  Medio Ambiente del Instituto Tecnológico de Energías Renovables (ITER)  en Tenerife. 
Pero esta barrera, al igual que impide la entrada de la radiación solar,  también podría modificar el termómetro de la atmósfera global, al no  sólo no dejar entrar los rayos, sino también impedir que salgan. Es  decir, que este secuestro de la radiación provocaría un calentamiento de  las temperaturas de la atmósfera que después podría derivar en un  enfriamiento del termómetro global, aunque no parece que la envergadura  de la erupción sea suficiente. 
«El pequeño cambio climático que ha debido de desencadenar el volcán en  Islandia no lo notará la población», aclara José Luis Barrera. Lo que sí  se percibirá, en cambio, será, según este experto vulcanólogo, la  lluvia ácida, ya que «todas las erupciones de tamaño mediano producen  este fenómeno en las zonas cercanas al centro de emisión». Si no ha  empezado ya, porque, según Barrera, «se han detectado 20 rayos  importantes encima de la boca del volcán islandés en sólo cuatro horas».  Este fenómeno, que se produce por las emisiones gaseosas de azufre (y  nitrógeno) que entran en contacto con el agua –convirtiéndose en ácido  sulfúrico– y que cuando llueve caen al suelo ya parcialmente ácidas,  pone en peligro la salud de los bosques y la biodiversidad de la zona.  Afectará básicamente a Islandia según este experto. Aunque quizás en  estudios posteriores se detecten contaminaciones en otros lugares no tan  próximos, tal y como ha sucedido con otros volcanes, aunque de mayor  magnitud, al cabo de décadas tras la erupción. 
O todo lo contrario, pues para Nemesio Pérez no resulta tan previsible  que se vaya a generar lluvia ácida en Islandia, ya que «las cantidades  de gases y ceniza emitidas no parecen ser suficientes». En lo que sí  coinciden ambos científicos es en que en ningún caso se producirán  lluvias ácidas en Europa. 
Termómetros helados
En cuanto a posibles cambios térmicos, «esta erupción no provocará un  descenso de la temperatura debido a la emisión de gases estimada y a la  altura que ha alcanzado la ceniza», explica Pérez. 
Los termómetros por tanto continuarán tal y como estaban, sin congelar  las temperaturas del verano. Un fenómeno que, en cambio, sí provocaron  algunas de las grandes erupciones volcánicas, como la del Laki, en  Islandia; el Tambora, en Indonesia, y el Pinatubo, en Filipinas, por ejemplo. 
Tras su erupción, el calor inicial acabó enfriando la atmósfera. «La más  destructiva fue, según Barrera, la del Laki, que comenzó a finales de  1783 y acabó meses después en el año 1784, dejando 10.000 muertos en  Islandia y miles en Europa».  «Las cenizas de este volcán –prosigue el  vulcanólogo– impidieron que la radiación solar llegara a la Tierra. Este  escudo oscureció Europa».  
Volviendo con Laki, la ceniza tras su erupción provocó a su vez un  enfriamiento atmosférico global que bajó las temperaturas durante dos y  cinco años», detalla José Luis Barrera. En ese momento, «principios de  1784, Benjamin Franklin se encontraba en París negociando la  Independencia de Estados Unidos y fue precisamente él el que primero  relacionó el cambio climático con las erupciones volcánicas», relata con  entusiasmo este vulcanólogo. 
«Año sin verano»
Pero el Laki no fue el único, pronto le iba a seguir la erupción, en  abril de 1815, del Tambora, considerada por muchos la mayor, por aquello  de que alcanzó una magnitud o índice de explosividad volcánica 7. Las  emisiones de gases y partículas del volcán «enfriaron la atmósfera entre  dos y cinco años. De hecho, esta modificación térmica provocó que meses  después miles de cosechas se perdieran y que murieran de hambruna unas  90.000 personas», explica Barrera. 
Sus efectos se notaron en Norteamérica y en Europa, convirtiendo el año  1816, en el «año sin verano», por el descenso térmico de las  temperaturas. 
De hecho, hace tan sólo un año, la revista científica «International  Journal of Climatology» publicaba un estudio (con participación  española) en el que se  concluía que los gases y partículas del volcán  modificaron la incidencia de la radiación del sol en España, provocando  que en aquel verano la temperatura no superara en la Península los 15  grados centígrados. Algo del todo  inusual para los meses de junio y  agosto. 
El despertar del volcán Krakatoa (Indonesia) y las olas gigantes que se  generaron tras su erupción, en 1883, también enfrió los termómetros  atmosféricos globales, aunque lo hizo durante menos tiempo, «entre dos y  tres años», explica Barrera. 
Erupciones del siglo XX
Ya en el siglo XX, los volcanes siguieron provocando grandes  contaminaciones. Es el caso de la erupción, en el año 1912, del volcán  Katmai, al norte de Alaska. El calor de sus cenizas, sus partículas y  sus gases bajaron las temperaturas globales entre uno y tres años. Ese  mismo tiempo es el que se enfrió el termómetro global tras la erupción  de Saint Helen, en el estado de Washington, Estados Unidos. Pero si las  víctimas del Krakatoa fueron por las olas de colosales tamaños (40  metros alcanzó la mayor ola) y por la hambruna, en este caso «murieron  entre 60 y 70 personas por negligencia. No evacuaron y las víctimas  perecieron mientras veían el dramático espectáculo», recuerda el  vulcanólogo y vicepresidente del Colegio Oficial de Geólogos. 
Once años después Filipinas y medio mundo palideció tras ver, en 1991,  la erupción del Pinatubo. Las cenizas de este volcán provocaron el  enfriamiento de las temperaturas durante dos y cinco años,  convirtiéndose así en una de las erupciones volcánicas que más han  modificado los termómetros, y en la última (tras las descritas) de las  «seis erupciones más fuertes de los últimos 250 años», precisa Barrera. 
Y si requieren atención los volcanes activos, también las islas que  redibujan el mapa. Como curiosidad, Barrera recuerda cómo la isla  Surtsey surgió al sur de Islandia en 1963 para luego desaparecer en gran  parte por la erosión marina, dejando a su paso dos inviernos muy fríos,  aunque sólo en el Hemisferio Norte.